Hoy, 21 de septiembre, se conmemora el día mundial del Alzheimer. La enfermedad de Alzheimer (llamada así en honor al primer hombre que describió sus síntomas, el neurólogo y psiquiatra Alois Alzheimer) es una enfermedad neurodegenerativa caracterizada sobre todo por la pérdida de memoria progresiva, si bien existen otras muchas alteraciones. Se trata del tipo de demencia más común en la actualidad, con un aumento estimado de la prevalencia y, por el momento, sin cura.
Existen todavía muchas enfermedades sin cura, pero quizá sea esta una de las más delicadas, no solo porque esté aumentando, sino por lo que implica. No es un cáncer que nos devore por dentro, ni un dolor crónico que nos haga la vida más difícil y amarga. Es una enfermedad que borra nuestros recuerdos. Morimos sin saber quiénes somos, ni a quién hemos amado… ni siquiera si hemos amado. Morimos sin ser nosotros.
A día de hoy hemos avanzado mucho en esta enfermedad, pero todavía nos queda un largo camino. Me siento orgullosa de todas las investigaciones que se están realizando, del tesón de los científicos y médicos que luchan cada día contra el gran enigma de esta enfermedad y también me enorgullezco de todos los pacientes y familiares que se mantienen en pie cuando el Alzheimer llama a su puerta. Desde aquí, les mando toda mi fuerza para seguir librando esta batalla.
Hace unos meses, en el certamen literario de la VI Semana del Cerebro que se celebró en la Facultad de Medicina de Ciudad Real (UCLM), entregué un cuento sobre el Alzheimer. Resultó ganador, pero no le di difusión. Ahora lo publico con la esperanza de dar a conocer un poco mejor esta enfermedad, aunque sea a través de metáforas.
EL LADRÓN DE RECUERDOS
Venid. Acercaos. Os voy a contar una historia tan vieja que parece nueva, tantas veces robada que ya ni siquiera tiene dueño. Dicen las malas lenguas que trae mal fario hablar de ella, pero ¡pártame un rayo si llevan razón! Más mala suerte da el silencio. Los que ya la conozcáis, ¿a qué esperáis? ¡Marchaos y contadla! Y si no la sabéis, estad bien atentos. No sea que llegue el ladrón antes de acabar el cuento.
Veréis, esta historia se remonta a tiempos muy lejanos, a los tiempos del «érase una vez». Normalmente voy con tantas prisas que me olvido de las buenas formas, pero hoy haré una excepción y la contaré como es debido. Solo por tratarse de vosotros, que conste. Y por ese hidromiel al que me vais a invitar. ¿A que sí?
Como iba diciendo… ¿Por dónde iba? ¡Oh, sí! Ya me acuerdo. Nuestra historia comienza así:
Érase una vez hace muchos años, antes de que las estrellas se marcharan al cielo y las personas perdieran sus alas, nació un niño hecho de sombras en una vieja cabaña.
Sí, habéis oído bien, amigos, hecho de sombras; pues en aquellos tiempos había personas de muchas clases. No eran como las de carne y hueso de ahora, todas iguales, ¡ni mucho menos!; sino de tantas cosas como la imaginación alcanzara.
Había personas de agua, que vivían en ríos y en manantiales. Cuando estaban alegres, saltaban de fuente en fuente y de cascada en cascada. Cuando estaban tristes, se convertían en nubes y lloraban y todo el campo empapaban.
También había gente hecha de sueños. Vivía junto a las estrellas y tenía las alas más grandes de todos los reinos. Pero no quisierais ver a ninguno enfadado. Los sueños malos dan mucho miedo.
¡Y de lava! También había algunos de lava. ¡Oh! Y de viento, y de rocas y raíces. Y de polvo y cicatrices. ¡Y de sarmiento! Pero no sea que os aburra entre tanta rima, me centraré en nuestra historia. Que es larga y no va de lava, ni de viento, ni de polvo, ni de sarmiento. Va de un niño de sombras que, por desgracia, se quedó huérfano.
Como ya sabréis, y si no, lo descubrís ahora, las gentes de sombras no podían ver la luz directamente, porque desaparecían, y tampoco podían salir de noche, porque no se distinguían. Así que cuando nuestro niño iba a nacer, su madre se acercó a la ventana de su vieja y destartalada cabaña, para dar a luz cuando el alba despuntara. Entre la noche y el día, un bebé de sombras apareció; pero tan largo fue el parto que, cuando la madre quiso esconderse, el sol, que ya estaba en lo alto, su sombra se llevó.
El bebé quedó al cuidado de sus tres tías, hilanderas de toda la vida. Creció haciendo ovillos de un hilo especial que las sombras diseñaban. Y si bien hacían telares, alfombras y fulares, la mayoría de los ovillos los vendían a los pescadores del río. Curioso, el niño un día les preguntó a sus tías por qué vendían los ovillos a los pescadores. Y estas, para responderle, lo acercaron a las aguas y las señalaron.
«Los recuerdos son escurridizos y suelen caerse al río. Pero antes de que desemboquen en el olvido, nuestros pescadores los atrapan y se los devuelven a sus dueños», le explicaron.
«¿Y por qué compran vuestros hilos?», el niño preguntó.
«Porque los recuerdos solo pueden pescarse con los hilos de las sombras, lo más fuertes de todos».
«¿Y por qué quiere la gente sus recuerdos?».
Las tres tías rieron.
«Porque sin recuerdos nadie sabría quién es. Las sombras olvidaríamos que no nos puede dar la luz; el agua, que en el desierto se seca; los sueños se olvidarían de soñar, y las estrellas, con lo viajeras que son las estrellas, se irían lejos, tan lejos que no regresarían jamás. Somos los recuerdos que coleccionamos».
El niño se quedó pensando. Pensó durante días. Él solo recordaba ser un niño de sombras, huérfano y aprendiz de hilandero. Con recuerdos tan pequeños, ¿sería él también pequeño? ¿Cómo serían los demás?
Una tarde, cuando sus tías habían acabado la jornada y los pescadores recogían, se asomó al río. Vio flotando el recuerdo de una madre de sueños con su hijo. El bebé reía con la risa de plata propia de los sueños, y la madre lo cogía y lo acunaba con amor.
Al verlo, el niño de sombras sintió algo en su interior. Casi sin quererlo, metió el brazo en el agua, pero el recuerdo se deslizó entre sus diminutos dedos y lo perdió.
Triste y vacío, el niño se fue a dormir. Aunque no se dio por vencido. Al día siguiente hizo una caña y, con hilo robado, se marchó de nuevo al río y buscó el recuerdo de la madre con su hijo. ¡Y lo encontró! Lo enganchó con ganas y, para asegurarse de que no escapara, con uno de los ovillos hizo una jaula y la guardó en su habitación.
Durante mucho tiempo no pescó más, sabiendo que lo que había hecho estaba mal. Se conformó con el recuerdo de una madre que nunca disfrutó. Pero el tiempo, implacable, siguió pasando y una a una sus tres tías lo abandonaron. Solo y olvidado, el muchacho se volvió a asomar al río y vio el recuerdo de una amistad. Echando de menos tener un amigo, lo pescó y lo enjauló como al primero, tantos años atrás.
Día tras día en su soledad, fue robando recuerdos de momentos que jamás había vivido, ni viviría. Recuerdos que no volverían a sus dueños. Como sus tías predijeron, las personas de agua olvidaron dónde vivían, las de sombras salieron a la luz, las de sueños dejaron de soñar y hasta las estrellas se marcharon y no volvieron más.
Los pocos que quedaron, ya desconfiados, convirtieron sus memorias en cristal y las guardaron dentro de una caja de hueso bien sellada, en lo más alto del cuerpo, a donde el chico de sombras no alcanzara ni de puntillas.
Una noche, el joven se asomó por una ventana y se dio cuenta de que la gente, mientras dormía, bajaba la guardia. E ideó un plan. Para que no lo pudieran rastrear, primero robaba el olfato y tiempo después, cuando nadie sospechaba de él, deslizaba sus hilos de sombras a través de las cajas de hueso, que no estaban tan bien selladas como por ahí se presumía.
Al principio se llevaba los recuerdos jóvenes, muchas veces los del mismo día, y luego los viejos, los de cristal. Tantos llegó a coleccionar, que él mismo se olvidó de quién era en realidad. ¿Huérfano? ¿Hilandero? No… ¡Era mucho más! Era un niño acunado por su madre, era un chico con amigos, un mozo con amor, un explorador, un rey y hasta un emperador.
Incluso una vez escuché que robó a la muerte el recuerdo de sí mismo para que jamás se lo llevara. Desconozco cuánto habrá de cierto en esa historia, aunque sé mucho ya del muchacho. Sé que aún hoy roba recuerdos y que espera siempre a que seamos viejos, para llevarse más. ¡Hasta sé de un alemán que le puso nombre! Creo que empezaba por la a. Y hay quien le sigue el rastro entre extraños calderos y pociones, entre nombres complejos y luces de colores.
Ah, sin duda muchos hablan ya de él, pero pocos conocen su verdadera historia. ¡Así que corred! ¡Contadla! Que salga a la luz, que abandone su morada. Ayudad a los recuerdos a escapar de su jaula.