La importancia de los árboles

Conversación real entre mi madre y yo:

—Ven, Belén, coge el abrigo. Tienes que ver algo ahí fuera.
—¿El qué? —pregunto resistiéndome a pasar frío.
—Está lloviendo en un lado del terreno y en el otro, no.
—¡¿Qué?!
Me pongo el abrigo corriendo y salgo con mi madre. Tal y como ella ha dicho, un parte está completamente seca y en la otra llueve. Sin las gafas, lo primero que hago es escuchar la lluvia y después, al acercarme, veo la humedad en el suelo y las gotas caer.
—¿Y esto? —le pregunto con los ojos bien abiertos.
—No es realmente lluvia.
La miro. Está con la chaqueta de mi padre y una vieja rama que usa como cayado en el terreno.
—Esta es la importancia de los árboles. —Se va hacia la parte donde llueve y ambas miramos hacia arriba. Con mi miopía, no veo más que un borrón de ramas peladas sobre un fondo de cielo nublado, pero aun así es un borrón majestuoso. Mi madre habla con voz contundente y por un momento me recuerda a Mufasa de la película de El rey león. De hecho, me siento un poco como el pequeño Simba, tan ignorante de todo lo que le rodea—. Retienen la humedad de las nieblas, de las heladas y de las cencelladas y luego la liberan poco a poco.
Apunta con su improvisado cayado hacia el suelo y veo un riachuelo bajar desde las baldosas hasta el césped.
—La deforestación está destruyendo todo esto —me explica cuando vuelvo a mirarla.
Pienso en todas las inundaciones que hay en esta época del año, en lo rápido que se seca la tierra, en lo duros que se van volviendo los inviernos y los veranos. Se me encoge el corazón y no sé qué va antes: la rabia, la impotencia o la nostalgia.
Mi madre me pide que me acerque a un camino de mi casa encerrado entre setos y hiedra. El suelo es de tierra y a un lado guardamos la leña, el cubo, las escobas y la carretilla. Uno de mis gatos, el mayor y más peludo, aparece corriendo empapado de cola a cabeza. Se frena y me maúlla al verme, pero estoy mirando alrededor, embelesada. Llueve y no son las nubes las que traen la lluvia, son los árboles, las hojas de la hiedra, las ramas viejas del seto que separa mi casa de la del vecino. Una parte de mi mente se traslada al bosque de Daerbir, a ese magnífico bosque que creé para mi saga. De algún modo siempre estuvo ahí, como una especie de sueño frustrado.
Me vuelvo hacia mi madre, ambas dispuestas a entrar de nuevo en casa.
—A mi edad, es la primera vez que veo esto —dice ella—. Quería que tú también lo vieras.
—Es precioso, mamá. Gracias.
Le sonrío y siento que en mi sonrisa hay sentimientos encontrados; la alegría de ver algo tan peculiar y la tristeza de imaginar un futuro en el que yo no pueda enseñárselo a mis hijos.

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